“¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las
jerarquías de los ángeles?...Todo ángel es terrible. Y por esto yo me contengo
y ahogo el grito de reclamo de un oscuro sollozo.” Evito
interpretar con precisión qué sea eso de ser un ángel en esta cita de Rilke que
abre sus Elegías de Duíno, algo
sumamente complejo y que no creo que aportara mucho al business de este artículo. Sin embargo, renunciar a conocer su esencia no nos impide saber qué hace o de qué va. En los versos citados,
el ángel puede escuchar, digamos que escucha, y también asusta ―es terrible―,
por eso Rilke prefiere no gritar, porque hay muchas posibilidades de que
responda y no es plan; es como estar en apuros, pedir socorro y en lugar del poli bueno te aparezca el matón
del que hasta ese momento estabas escabullido.
A mí este grito de Rilke me recuerda mucho a la pregunta-grito escéptica: ¿estaré sólo?, ¿lo que veo no son sino autómatas con capas y sombreros o son otros como yo? La duda cartesiana de si las capas y sombreros que veía por la ventan eran algo más que autómatas se resolvería si me dirigiera a ellos, como al ángel de Rilke: depende de si me contestaran o no podría saber si estoy solo, si hay otras mentes, pero sobre todo podría saber si yo también soy otra mente. En su respuesta sabría que soy un ser para otro, que no sólo me confirmo sumergido en el interior de mi subjetividad, sino también desde la objetividad, reconocido por otro que yo -el cogito ergo sum vale como criterio de verdad, pero te deja inquieto. Exigir esta doble confirmación es algo así como elevar a Descartes al cuadrado, cosa que ya hizo Hegel con su famoso reconocimiento. Por cierto, el asunto del reconocimiento es una de las notas más ateas de Hegel, algo que Cavel observa con acierto. Así como el que no quiere la cosa hizo recaer en el otro, en otra autoconciencia, lo que antes dependía de dios y de su coro de ángeles.
Y es que no teníamos que haber matado a dios, ahí Kant se pasó un poco -Nietzsche no fue más que un vocero en ese asunto-, nos
hubiéramos ahorrado todas estas filigranas intelectuales para saber que hay
otras mentes, para saber que yo también soy una
mente. Esta es una de las grandes diferencias entre el inicio de la modernidad con Descartes y sus desarrollos posteriores. Al poner a un dios bueno en la base de todo, el genio de la estufa se ahorró
cuatrocientos años de darle vueltas al caletre sobre el mundo externo, todo un fenómeno. Para
un cristiano de a pie, si dios existe no está solo, aunque
hasta la camarera lo ignore cuando le pide una de calamares y una Mahou. Dios siempre está ahí, lo
conoce, habla con él, y sabe que incluso cuando hace algo mal es un buen tipo...sabe
que en realidad quería otra cosa pero todo se torció, y si le queda alguna duda
ya se la explicará cuando la diñe y lo vea allí arriba. Al menos así era antes
las cosas.
Pero como posilustrados no tenemos
dios al que agarrarnos y volvemos a donde empezamos el artículo, a gritar y a ver si alguien nos
responde y nos confirma que no estamos solos; sobre todo que me confirme que soy una sigularidad reconocida en la esfera del Ser, algo que ha sido percibido según la forma que me dan mis notas características, no como cualquier cosa que se acojona existencialmente y grita. Podemos plantear
todo esto de la siguiente forma: ¿si alguien supiera mis gustos, mis temores,
mis deseos, cómo soy realmente…podría decirse que me conoce? ¿Y si alguien me
conoce de esa forma, tan precisa, como lo hacía dios antes de que nos lo cargáramos,
si me contestara según soy yo, en mi particularidad e intimidad y no como a otro cualquiera,
me sentiría reconocido o asustado?
Miro a mi alrededor y pregunto a lo que tengo al alcance si me conoce en mi peculiaridad, si me reconoce intimamente para que yo me asegure de mí mismo no sólo a través de mí, a través de la debilidad de mis reflexiones internas, sino obteniendo la confirmación con la fuerza de lo que nos entra por los sentidos, desde fuera. Pregunto figuradamente a la pared, a la ventana, al modem, al pájaro de mirada estúpida que picotea por el jardín: no me reconocen, algo que ya esperaba. Pregunto también figuradamente a mis amigos y a mi familia: tampoco, yo no me reconozco en la idea que tienen de mí, yo no soy eso que piensan de mí, no me conocen en absoluto (esta sensación la tenemos todos, es inevitable). Entonces estoy solo, nadie me conoce, no me siento reconocido y por lo tanto la duda planea sobre mí de forma inquietante. Si lo que conocen o reconocen es algo a lo que yo no asiento, a lo que no doy mi conformidad, entonces el objeto de reconocimiento no soy yo, es la idea equivocada de mí que tienen lo que reconocen. La conclusión entonces es un tanto siniestra: puede ser que muera, que abandone este mundo y nadie me haya conocido-percdibido-reconocido realmente, es como si no hubiera existido nunca.
Miro a mi alrededor y pregunto a lo que tengo al alcance si me conoce en mi peculiaridad, si me reconoce intimamente para que yo me asegure de mí mismo no sólo a través de mí, a través de la debilidad de mis reflexiones internas, sino obteniendo la confirmación con la fuerza de lo que nos entra por los sentidos, desde fuera. Pregunto figuradamente a la pared, a la ventana, al modem, al pájaro de mirada estúpida que picotea por el jardín: no me reconocen, algo que ya esperaba. Pregunto también figuradamente a mis amigos y a mi familia: tampoco, yo no me reconozco en la idea que tienen de mí, yo no soy eso que piensan de mí, no me conocen en absoluto (esta sensación la tenemos todos, es inevitable). Entonces estoy solo, nadie me conoce, no me siento reconocido y por lo tanto la duda planea sobre mí de forma inquietante. Si lo que conocen o reconocen es algo a lo que yo no asiento, a lo que no doy mi conformidad, entonces el objeto de reconocimiento no soy yo, es la idea equivocada de mí que tienen lo que reconocen. La conclusión entonces es un tanto siniestra: puede ser que muera, que abandone este mundo y nadie me haya conocido-percdibido-reconocido realmente, es como si no hubiera existido nunca.
Continuará.